lunes, 31 de octubre de 2016
martes, 19 de julio de 2016
Gusto a poco
Me han decepcionado un
poco estos dos alfajores. Del Bagley (50 gramos, 206 calorías) había
escuchado cosas interesantes, y además me lo encontraba en todos los kioscos;
creí que debía estar bastante bueno. Del My Urban (65 gramos, 245 calorías), en
cambio, no había oído demasiadas cosas pero tenía el buen antecedente de su
versión negra. No están mal, tampoco. Son
dos buenos alfajores, definitivamente ricos y equilibrados, bien hechos. Pero no pasan de ahí.
(Sin embargo, quisiera hacer una aclaración que escribo más
tarde, con la reseña ya casi terminada: me
ha costado distinguir los defectos del Bagley. Pensé mucho, lo volví a
probar en distintos momentos del día, porque aunque notaba que no me terminaba
de convencer, se me hacía difícil descubrir los motivos. Muy poco dulce de leche, eso seguro, ¿pero qué más? Tampoco el
escaso maní picado que yace sobre su superficie le aporta gran cosa. Pero eso
no es realmente condenable. Terminé resolviendo que no es que le sobren defectos sino que le faltan virtudes, o en realidad
le falta sobresalir, destacar. ¿Pero no será que mi paladar no logra
apreciar las pequeñas cosas, lo bueno, que no obligadamente tiene que ser,
digamos, rimbombante? Tal vez, pero es el paladar que tengo, y con él escribí
esta reseña).
A su favor tiene, y
esto es importantísimo, la cobertura, que es de chocolate verdadero (eso si
pasamos por alto el debate acerca de si el chocolate blanco en sí es
chocolate), y se nota. Es muy rica, no debe tener mucho que envidiarle al
chocolate Milka. Sí le discuto que sea tan blanda, que ceda con tanta facilidad.
No creo que la consistencia del Bagley sea producto de una
distracción: parece hecha a propósito, pero en todo caso fue, para mi gusto,
una mala elección. Lo que habitualmente decimos es que en un alfajor debe haber alguna clase de contraste, y en este caso no
lo hay, porque la galletita —levemente salada, con mucha vainilla, una de
las mejores del mercado— cede a la par de la cobertura. Por lo tanto, el dulce
de leche, cuyo sabor es, por cierto, trivial, debe ser más o menos rígido para
que el alfajor no termine deshaciéndose en la boca como baba o polvo. Para mí,
que soy partidario del dulce de leche cremoso, ésta es una consistencia respetable pero que no reviste mayor interés.
Así y todo el sabor final es muy bueno, sobre todo por su chocolate blanco y su
galletita, que son de gran calidad.
De los trocitos de
maní poco puedo decir: por mí podrían haberlos obviado. Seguramente
apostaban a que fuera el componente que aportara contraste y crocancia, pero al
menos en mi experiencia eso no ocurrió, o no ocurrió del modo ideal. Y no es que no se sienta, pero de algún modo
es como si no llegara a integrarse, como si nos comiéramos un alfajor
normal y paralelamente introdujéramos en la boca un poco de maní, que más que
nada se hace presente en las muelas una vez que del alfajor no queda sino el
recuerdo. Sin dudas el Bagley fue
prolijamente concebido, pero en los hechos dice poco.
En los
puntos flojos de este alfajor se afirma el My Urban, y lo más probable es
que no sea casual. El My Urban es mucho
más grande, con mucho más dulce de leche y una consistencia más interesante.
Esta vez la cobertura, que es más gruesa
que la del promedio de los alfajores, se quiebra como debe ser, y luego nos
recibe un dulce de leche muy cremoso y una galletita más blanda. Pero en lo
que es el sabor en sí, el My Urban comete unos cuantos errores. Por empezar, su cobertura, que no es de chocolate
genuino como en el caso del Bagley, tiene un inexplicable gustito a limón (¿es limón o es otra cosa extraña?) que
a mí me desconcierta. Además es tan
hermética como la del My Urban negro, pero eso no lo notamos a menos que,
como yo, la aislemos y la comamos aparte. Porque finalmente su sabor aparece, y
más allá del limón se parece bastante al chocolate blanco verdadero, y zafa.
Tal vez la jugarreta del limón o lo que sea tiene por finalidad evitar el
empalagamiento, pero no sucede. Tanto dulce de leche como ese chocolate blanco
que, obviamente, es muy dulzón, empalagan. El
gusto global es curioso, mucho menos coherente que el del Bagley. Se debe
sobre todo al limón o lo que sea, pero también a que el dulce de leche, a pesar
de que es cremoso, tiene un sabor un poco vago: si se fijan en las fotos, verán
que su color es más claro que el del Bagley, más similar al del alfajor La
Aldea, ¿se acuerdan? Y en ambos casos son inusualmente suaves y están como
inacabados.
En definitiva, la competencia es muy reñida. El My Urban es más grande, tiene más dulce
de leche y mejor consistencia. Pero en cuanto a sabor, el Bagley le saca mucha
ventaja. No son muchos los alfajores que por este precio cuentan con
chocolate real y una calidad general de los ingredientes tan elevada.
viernes, 15 de julio de 2016
La consagración del Capitán
En una de las primeras reseñas de este blog comparábamos al
Jorgito, al Terrabusi y al Capitán del Espacio, pero en su versión doble. Concluíamos entonces que el Jorgito quedaba
muy por detrás, que la competencia se daba entre los otros dos, y fue por
eso que al comparar sus versiones triples elegí esta vez sólo al Terrabusi y al
Capitán del Espacio. Tal vez fue un error, porque del Jorgito glaseado al
Jorgelín hay un salto impresionante, son dos alfajores muy distintos. En estos dos casos, en cambio, no hay mucha
diferencia.
Me alegró ratificar el veredicto de aquella vez; quiere
decir que estoy logrando mantener el criterio. Poquitas cosas debería cambiarle
a aquel temprano análisis para que se ajustara a mis impresiones más recientes.
Pero antes, comparemos al Capitán y al Terrabusi en
lo que tienen de alfajores triples. Por empezar, digamos que el Capitán del
Espacio es casi un tercio más grande. Los mismos paquetes lo evidencian: el Capitán pesa 80 gramos (alrededor de 300
calorías) y el Terrabusi, 70 (270 calorías). Es una diferencia para tener
presente si tomamos en cuenta la capacidad de saciedad de la que hablábamos en
la reseña previa.
Al Capitán del Espacio lo favorece ampliamente el hecho de
ser triple: más lugar para la galletita
y para el dulce de leche, que son su gran virtud. Al Terrabusi, todo lo
contrario.
¿Qué nos dicen los respectivos aromas de los
alfajores en sí? El del Capitán, todas cosas buenas. Es un olor muy especial, mezcla entre chocolate y galletita de
vainilla. Me encantaría entrar a un bar que oliera a Capitán del Espacio. El del Terrabusi casi que es puro limón; es
un aroma afectado, exagerado, artificial. Ya recomendamos alguna vez a los
creadores de alfajores que no se pasen con el gustito a limón. Aquí están los
resultados. De todas formas no está tan mal: dentro de todo el Terrabusi ha alcanzado un sabor decente aun abusando
del limón.
Si hay un aspecto
en el que el Terrabusi arrasa, es en la cobertura. Es muy gruesa, amarga,
bastante rica. Por supuesto que en ambos casos se trata de baño de repostería,
pero en este caso está muy bien logrado, es uno de los mejores que probé. En cambio, en el Capitán del Espacio es más bien delgada y de las que hay que
lengüetear un rato para extraerles algo de sabor, que finalmente encastra
bastante bien en la esencia general, pero que per se es definitivamente malo. Esta clase de repostería, cuanto más fría
está, peor es; por eso el otro día, con diez grados, me clavé un Capitán del
Espacio y estaba tan feo. Ahora lo entiendo.
En lo demás, el Terrabusi falla. Su mayor problema está en la masa: demasiado crujiente, demasiado
sólida, demasiado presente. Se lleva toda la atención (that bitch) y opaca
a todo lo demás, contrariamente a lo que indican los manuales del buen alfajor.
Todo en el Terrabusi está como apretado, contenido; le falta aire y
esponjosidad (de hecho, fíjense que a pesar de ser triple es mucho más bajito
que el Capitán del Espacio). Y como
escatima bastante en dulce de leche, el resultado final es pobre: uno no
sabe si está comiendo un alfajor o algún híbrido extraño.
Su rival, en cambio, es un experto del equilibrio, un producto acabado y coherente. El Capitán
del Espacio gana porque la mezcla que
deviene en la boca, lo que en biología llamarían, con dudoso gusto, el bolo
alimenticio, es brillante. La fusión
entre dulce de leche y masa —acaso semejante, por momentos, a la de un buen
bizcochuelo— es especial, y en este caso es todavía mejor porque tiene más dulce de leche que el doble. Y detrás de todo, un gustito sublime,
muy característico, del que muchos alfajores se olvidan y al que otros simulan
con resultados lamentables (el Recoleta, por ejemplo). Es ese sabor que se eleva por encima de todos los componentes, que lo
envuelve todo, es el sabor del
alfajor, que en el Capitán del Espacio tiene un sello inequívoco. No se
entiende exactamente de dónde proviene, porque nada es especialmente destacable
de por sí. Es en la sumatoria de sus
partes, en la boca misma, que se produce el milagro del Capitán del Espacio.
Probablemente una de las claves se encuentre en este dulce de leche tan espeso. Es
pegajoso, denso, y por eso se mezcla de ese modo tan curioso con la galletita. Está
lejos de un gusto genérico: diría que es un gusto coherente con el de la
cobertura y la galletita. El meollo está ahí, en que todo avanza en una misma dirección. ¿Habrá un genio detrás de este
alfajor o habrá sido el maravilloso resultado del azar?
Sea como sea, una vez
más, y todavía con mayor contundencia, el
Capitán del Espacio vence al Terrabusi.
miércoles, 13 de julio de 2016
Alfajor o engendro
Comparar alfajores de
este tipo significa arrancarlos de su función natural. Está claro que bestias de ochenta gramos cumplen una
función que va más allá del mero deleite gustativo. El Jorgito, y sobre todo el
Jorgelín, son alfajores de subsistencia,
alfajores cuyo fin principal es brindarnos las calorías necesarias para
sobrevivir varias horas sin ingerir nada más, para zafar un almuerzo, para ir a la guerra, en última
instancia. Son baratos y humildes. De manera que debemos advertir que estamos siendo injustos al no tener en
cuenta su capacidad de saciedad en esta reseña.
Varios motivos tenemos para ubicar también al
Vauquita dentro de la categoría de alfajor de subsistencia. Su peso, por
empezar: 75 gramos, un número
descomunal para un alfajor doble. Y luego, sus calorías: 296. Pero hay todavía
otras características de este género presentes en el Vauquita, las que son
consecuencia de las condiciones de fabricación de alfajores de este tipo: su
robustez y su mala calidad.
En efecto, el
Vauquita es un alfajor de tamaño considerable, con una cantidad de dulce de
leche llamativamente abundante. De hecho, es lo que lo caracteriza. Que te
deja pipón pipón, te deja pipón pipón,
pero no por la vía más gratificante.
Pareciera que los creadores del Vauquita no le pusieron mucho empeño:
decidieron cortar por lo sano, meterle mucho dulce de leche, sumarle por
compromiso otros dos componentes y a la cadena de fabricación. El resultado
está a la vista. Todo lo que ocurre por
encima y por debajo del dulce de leche es desastroso, y por lo tanto la
consistencia global del alfajor (el rasgo más importante de todos, insistimos)
fracasa estrepitosamente. Entre la cobertura de glasé, que de gusto no está
mal, y la masa, no hay el menor contraste; son vagamente blandas, pero blandas
en el mal sentido, desdeñosamente blandas. No es que la blandura cumple la
función de subrayar el dulce de leche, porque difícilmente cumpla alguna
función: simplemente habrá sido lo más fácil y barato de hacer. Luego se mezcla
con el dulce de leche y en la boca
ocurre algo indefinido y pastoso que en ningún momento vale la pena. El
sabor de la galletita en un principio me transportó a la colonia de vacaciones
infantil, en la que un alfajor Fulbito y un jugo ya no sé qué marca hacían las
veces de merienda, pero en realidad creo que se asemeja más bien al de un feo
alfajor cordobés. La memoria no suele ser muy precisa.
Y el dulce de leche tampoco merece grandes halagos. Es lo dulzón
(no dulce, dulzón, que no es lo mismo). Empalaga bastante y es un tanto
granuloso. Si pensás comerte uno entero, tené a tu lado un saché de leche
porque el Vauquita deshidrata.
En la vereda de enfrente, el Jorgelín, que se yergue
orgulloso. En principio su imagen resulta mucho más atractiva: sólido, de contornos cuadrados,
agradable de sostener. Eso si no tenemos en cuenta la inaudita falta de ortografía de su paquete amarillo: GLACEADO,
encima en mayúsculas. ¿Qué onda? ¿Cómo ocurrió eso? ¿Cómo es que un alfajor
que se vende hace tantos años circula impunemente con ese horror ortográfico a
cuestas? Rarísimo. Ya vamos a averiguar. Por el momento nos limitamos a
engullir.
El aroma nos ofrece una impresión cabal del sabor del
alfajor: en lugar del vaho incoherente
del Vauquita, éste es un olor muy característico, con mucha vainilla pero
también con un toque de limón, lo que en alfajores glaseados no es tan
usual. Al pegarle un primer saque, experimentamos placer sensorial rápidamente. Y alivio, por supuesto, porque
veníamos de masticar un Vauquita y el contraste es enorme. Que la cobertura de
glasé, mucho menos gruesa, sea tan
crocante, le aporta muchísimo a la consistencia global. También la doble alternancia entre dulce de leche y
galletita evitan el empalagamiento. Pero déjenme aplaudir a la masa: es
extraordinariamente húmeda, fresca,
y esta vez en el mejor de los sentidos. Su extraño sabor a limón es extraño
porque, a diferencia de las galletitas de alfajores de chocolate, ésta es de
pura vainilla, como delata su color, mucho más claro que el del Vauquita.
Interesantísima.
Pero además el
Jorgelín es realmente gigante, a tal punto que no podía sacarlo del
paquete, y llena muchísimo empalagando mucho menos. Pesa 85 gramos y aporta 315
(¡!) calorías.
El dulce de leche es
aceptable. No viene en cantidades copiosas pero eso importa poco porque
encastra muy bien en el concepto general del alfajor. Si no me equivoco, es el
mismo dulce de leche del Jorgito: bastante oscuro, ni muy sabroso ni muy
cremoso, pero correcto. Una cosa rara del Jorgelín es que de vez en cuando deja
pequeños trocitos de masa dura, mal cocida, con consistencia como de coco,
aunque claramente no es coco. Vaya y pase, queda perdonado.
Conclusión: sólo un
antojo de cantidades groseras de dulce de leche justifica elegir el Vauquita.
En todo lo demás lo supera ampliamente el Jorgelín, alfajor dignísimo.
lunes, 11 de julio de 2016
Resistiré
La untuosa voz del
locutor amasa lentamente las palabras: “Una irresistible tentación [breve
pausa] de dulce de leche”. Es el comercial de radio AM (¿alguien escucha
todavía AM? Pues yo sí) del alfajor La Recoleta.
Sabemos que las publicidades son por definición exageradas y
en muchos casos lisa y llanamente mentirosas. Entre la del My Urban, que hasta
donde yo sé no hizo ninguna revolución, y ésta, tenemos dos ejemplos perfectos.
Porque de tentación, una vez que lo abrís,
el Recoleta no tiene nada. Y de irresistible, menos. Más bien les
convendría, queridos lectores, por vuestra salud, resistir lo más que puedan.
El alfajor La Recoleta no merecería el calificativo
de muy malo si se promocionara como el Grandote, pero se autodenominan
“Premium” y tienen un paquete bastante pretencioso, y bajo esos parámetros da ganas
de llorar.
Por cierto, este alfajor pesa 72 gramos y aporta 269 calorías. Se asemeja, en cuanto a tamaño e información nutricional, al Vauquita (80 gramos, 297 calorías). Son dos casos raros, porque siendo dobles pesan casi como un triple.
La sospecha comenzó, como suele ocurrir, al olerlo. Era
definitivamente un olor dudoso, ambiguo, que tenía más de limón que de chocolate, galletita o dulce de leche. Al
chocolate (a su imitación, porque es repostería) costaba percibirlo. Una exagerada cantidad de limón artificial
para disimular otros olores —o bien su ausencia— es una jugarreta imperdonable,
creadores de alfajores.
Por supuesto, estos temores se vieron confirmados cuando
saboreé un pedacito de cobertura que salió volando al cortar al alfajor en dos.
Ahí directamente emití un “mmm” audible.
Pero no de placer, sino de desconfianza creciente.
No sabía que
tantas cosas podían estar mal en la consistencia de un alfajor hasta que probé
el Recoleta. La cobertura es una aberración. Patinosa, de un sabor desde
luego artificial, insignificante, y, lo peor, que se deshace en granitos al
morderla. Y luego, permanece en las
muelas tal como lo hace el baño de repostería del Guaymallén, como plástico
o chicle. Se parecen tanto que hasta creí que me iba a dejar el paladar esa
sensación tan extraña. Por suerte eso no ocurrió.
Luego, la galletita, que a pesar de que cuenta con la
blandura adecuada, de a ratos se aísla del resto del alfajor y nos obliga a sentir su no-gusto, su
insipidez extraordinaria. Si tienen la oportunidad, hagan la prueba de morder tan sólo cobertura y masa y vean qué
experiencia tan desagradable. Es el sabor típico de un alfajor berreta, de
uno muy barato. En muchos aspectos, el propio
Jorgito o alfajores de ese precio lo superan con creces.
En cambio, el
dulce de leche lo salva del desastre, aun sin ser demasiado especial. La
cantidad es generosa, pero no mayor a la de alfajores con relleno
verdaderamente abundante como el Vauquita. Es
muy cremoso, y ésa es una gran virtud, muy dulce, aunque tampoco es nada de
otro mundo, y con un notable gusto a
leche. Deja una sensación rara en la boca: las amígdalas quedan ardiendo levemente, como con la comida
picante, y supongo que de ahí vendrá lo
de “intenso”. Buoh. Lo único que es seguro es que esa “intensidad” deviene acidez en pocos instantes.
Pero como de todas formas el dulce de leche está
bien, y es muy cremoso, y el resto de los componentes son al mismo tiempo
blandos y en cierta medida, cuando no estorban, le ceden el protagonismo, el alfajor es comible. Sin embargo, en la
relación precio-calidad es de lo peor que he probado.
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